A José Rafael García Acosta
Naturaleza, ese cosmos organizado que agrupa a los seres vivos, dimensión donde se generan los fenómenos físicos del mundo material, es imposible separar del ser humano. La naturaleza no se nos coloca al frente como algo extraño, a nosotros, animales al fin de cuentas, a pesar de nuestra racionalidad. Más bien nos enseña que podemos reencontrar sus leyes en nosotros mismos y que nuestra relación con ella es intrínseca. Qué más manifiesto que la teoría evolucionista que coloca a los humanos descendiendo desde formas animales. De modo que estamos indefectiblemente atados a la historia natural. Quién no habrá sentido a la naturaleza dentro de sí mismo. Ella moldea nuestra cultura, lo que dota a muchos de los fenómenos naturales de significados, que van transformando la realidad según la percepción cultural. Así, animales, piedras, ríos y plantas, entre otros trozos de lo que llamamos “lo natural” se nos transforman en símbolos, en señales culturales. ¿Tienen las montañas como el Ávila o el Roraima-tepui el mismo significado para los caraqueños que para los pemones?
No es casual que en los albores de la “modernidad” la naturaleza haya ocupado un plano central en las teorías científicas y en el desarrollo del pensamiento. Con su razonamiento inductivo sir Francis Bacon (1561-1626) concluye que la interpretación de la naturaleza es uno de los caminos para alcanzar la verdad científica. Rousseau (1712-1778), en su obra filosófica, entendió a la naturaleza como una compañera para reflexionar sobre nosotros mismos, mientras que Isaac Newton (1643-1727) se valió de elementos de la naturaleza para crear axiomas mecanicistas. Inmanuel Kant (1724-1804), uno de los pilares de la Ilustración, en su Crítica de la razón pura nos habla sobre la contemplación del mundo natural como sustrato para el pensamiento: “Ya que teniendo en consideración a la naturaleza se nos pone a disposición normas, que son la fuente de la verdad”. Mas acá se nos hace interesante centrarnos en Bacon, porque aunque el método científico baconiano haya sido superado por una ciencia que va y ve más allá de la acumulación de información y su clasificación, no deja de llamarnos la atención las consecuencias de sus principios.
Bacon procuraba alcanzar una multiplicación del bien común desde el conocimiento científico. La imitación de la naturaleza en sus formas de producción por medio de la técnica le hace concluir un interesante aforismo: “La naturaleza puede ser dominada solo por obediencia a ella”. Pero Bacon también llegó a afirmar que había que ir con mano dura hacia la naturaleza y hacer lo necesario para que nos revele sus secretos [1]. Él colocó una nueva visión de la naturaleza y del conocimiento. Miraba en ello la esperanza en la ciencia para aumentar la libertad y el bienestar, así como para disminuir la miseria y sufrimiento humano. Opinaba que solo en este sentido el conocimiento tendría una relación con la felicidad.
Más tarde llegó la máquina de vapor y con ella la revolución industrial. Imposible negar sus beneficios a la humanidad. Pero esa visión materializada no es del todo positiva cuando observamos los consecuentes y alarmantes efectos secundarios.
La instrumentalización de la naturaleza ha colocado al ser humano al borde de una catástrofe, porque los procesos económicos la han mercantilizado. La cultura industrial ha colocado a la inteligencia como autoridad absoluta sobre la naturaleza y ello ha conducido a la humanidad hacia un abismo, hacia un grave peligro para la vida entera en el planeta, tanto para los procesos naturales como para la misma humanidad, abstrayéndose de la propia condición de entes vulnerables frente a la degradación y deterioro del entorno.
Al decir de Hans Jonas, a la naturaleza de las cosas no le resta ya ninguna dignidad: “Toda dignidad le pertenece al ser humano, que no le ofrece ningún respeto y todo objeto suyo se puede obtener y utilizar” [2].
La idea de parque nacional nace en Yellowstone y su historia particular cuenta que a finales del verano de 1870 tres exploradores norteamericanos se detuvieron frente a un espectacular espacio silvestre. Conocían los estragos producidos por una sociedad industrializada con la explotación incontrolada de los recursos naturales por doquier, así que decidieron buscar mecanismos que garantizaran su resguardo, y expresaron sus ideas en términos de “protección de maravillas naturales” y de “disfrute público” [3].
Así se desarrolló y materializó con éxito la idea de parque nacional, que se propagó por el planeta. Venezuela alcanza a tomar esta idea en 1937 al entrar en la era posgomecista, al declarar a “Rancho Grande” –más tarde rebautizado como Henri Pittier– como su primer parque nacional. Con ello se dan los primeros pasos para “proteger de manera permanente las cuencas hidrográficas de una importante región del país ante el voraz y desmedido avance de la frontera agrícola”, además de conservar y fomentar la flora y la fauna autóctonas. Ello nos dice que en la Venezuela rural se siguieron los mismos principios establecidos para Yellowstone. Los mismos que persiguen reservar espacios silvestres no alterados por la acción antrópica, la protección de los cada vez más reducidos mundos “no modificados” conocidos como “wilderness”, y que no son otros que el de aquellos paisajes cargados de belleza irracional, de maravillas naturales, y por ello presionados ante el crecimiento y expansión de la especie humana, el desarrollo urbano y la industrialización, azorados por la progresiva actividad agrícola y la deforestación, y en definitiva, por actividades irreversiblemente destructivas como la pesca de arrastre frente a las costas del país.
En su obra Pensamiento salvaje (1964), Levi-Strauss nos refiere que, “se conocen todavía zonas en las que el pensamiento salvaje, como las especies salvajes (sic), se encuentra relativamente protegido…la posición de parque nacional, con todas las ventajas y los inconvenientes […] trae consigo una fórmula tan artificial”. Ciertamente artificial, porque en el fondo se trata de un artificio, de un constructo que persigue otorgarle a un espacio en estado silvestre una línea fronteriza que procede de la razón, con sus correspondientes leyes. Mas en su contenido y esencia, en su núcleo, ese espacio va cargado de símbolos, llámense estos plétora de especies, diversidad biológica, ecosistemas o biosfera. Rasgos o caracteres naturales que son vistos como manifestaciones o fenómenos, cuyas percepciones dependerán de las culturas, que en adelante irán repletos de significados que nos ofrecen una posibilidad de futuro, y que acá se trata de seguridad alimentaria y salud, de fuentes de agua y aire puros, de contribuciones para la subsistencia local y para el desarrollo económico. Ello a pesar de que esa línea que separa al espacio protegido no sea del todo capaz de vencer los efectos de la contaminación atmosférica transfronteriza, ni el calentamiento global.
Al contrario de lo que dice Heidegger en su obra Ser y tiempo, la funcionalidad de ese espacio protegido estará intrínsecamente relacionada con la idea de no ver al bosque como madera, es decir, como reserva forestal, ni a la montaña como cantera. Porque a ese tejido orgánico bajo la perspectiva cultural se le otorgan leyes bajo las que funcionarán, que fijan los límites para el uso de ese constructo llamado parque nacional: espacios para el solaz, la educación, el turismo y la investigación científica,
No puede dejarse de lado mencionar que a escala mundial existen casos de expulsión de comunidades humanas que ocuparon y forjaron espacios declarados posteriormente como parques nacionales. Ello le coloca un límite a su romanticismo rousseauniano. En Venezuela se ha dado el caso por razones de utilidad pública. El Ávila marcó el límite al crecimiento descontrolado de una metrópoli, Guatopo se declaró como reservorio de agua para Caracas, y así cada parque nacional arrastra su justificación. Y en cada caso se saldaron tierras y se reubicaron a los labradores cuando la siembra comercial de rubros contraproductivos, esos que degradan los frágiles suelos de las laderas y destruye bosques, no fue compatible con la conservación de las cuencas. Sin pasar por alto que en Venezuela los parques nacionales también han servido como paliativo a la prometida y nunca materializada territorialidad indígena. De ningún espacio ancestral amerindio venezolano se ha expulsado a sus primigenios habitantes.
Así, desde el corazón de ese espacio llamado naturaleza podemos escuchar una voz trascendente que nada tiene en común con la sublimidad religiosa, que revela tantos efectos sobre la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, que atrapa y a su vez queda atrapada entre fuerzas telúricas, como “lomo de lagarto azul” que emerge desde una montaña, tal y como es el caso de lo expresado en el siguiente enlace: http://www.el-nacional.com/opinion/Avila-artistas_0_586741496.html
Cerramos esta historia agradeciendo a las entidades que aún resplandecen entre nosotros y que han forjado a la Venezuela “en positivo” con su empeño y tenacidad. Personajes que se han convertido en verdaderas y libres instituciones. Uno entre ellos, José Rafael García Acosta, a quien le debemos, y no por casualidad, la existencia del Parque Nacional El Ávila (hoy rebautizado Waraira-Repano), tal y como hoy lo percibimos.
RAFAEL GARCIA PEñA,
EL NACIONAL, Caracas 9 DE ABRIL 2015
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