CUANDO LAS VERDADES SON GRANDES /
Manuel Caballero Éramos un país de viajeros gozosos instalados en la dulzura ochocentista del ta´barato dame dos mayamero. Celebrábamos los Carnavales en
Aruba, Semana Santa en
Cartagena, vacaciones escolares en
Miami y Navidades en el
Rockefeller Center. Nuestros únicos exiliados eran los becarios del Plan Gran Mariscal de Ayacucho que se iban llenos de dólares como abejas golosas a las colmenas del saber gringo.
El que más o el que menos tenía un hermano, un primo o un novio protegiendo focas en
Hawai o estudiando zootecnia en los bosques de
Wichita, y uno que otro hijo de inmigrantes aterrizaba en casa de la tía gallega en
La Coruña para estudiar medicina o con la abuela catalana en
Gerona para estudiar
Ecología.
Pero el destino nos alcanzó, como en la película y nos sumamos al resto de países latinoamericanos como Argentina, Perú, Ecuador, Colombia, Rep. Dominicana o el Salvador, que luchan por un empleo de tercera en cualquiera de los países del
primer mundo.
En Europa era frecuente ver a los venezolanos de turistas manirrotos conociendo la tierra de los abuelos y mirando con lástima a los argentinos, que habían llegado por aluviones a los países de la
comunidad europea en las diversas oleadas que las sacudidas políticas y económicas han arrojado fuera de la otrora
Suiza de América.
Aún no nos reponemos del shock. Desde hace 6 años, Venezuela se desangra buscando fuera de nuestras fronteras lo que dentro de ellas dos generaciones de venezolanos no pueden encontrar: trabajo, seguridad y una manera digna de vivir y de labrarse un futuro.
Somos tantos los que huimos, que en las afueras de Miami ya hay un pueblo de quince mil habitantes que llaman popularmente Venezuelaville y que tiene la bandera de Venezuela como enseña en el cartel a la entrada al pueblo.
En
Atlanta hay cafés llamados Caracas y Ocumare, y dos areperas que hacen las delicias de colombianos y chicanos.
New York está lleno de bartenders maracuchos y caraqueños. Las
Islas Canarias parecen el Boulevard de Sabana Grande, y en
Barcelona, en pleno otoño catalán basta con entrar al
Corte Inglés para comprar harina Pan, tostoncitos o una Polarcita bien fría, y encontrarse en la caja número 2 a un ex compañero de la
UCV haciendo el mercado de la quincena.
En menos de una década nos han convertido en un pueblo de inmigrantes, llenos de nostalgia de torontos y añorantes de queso telita. Hace veinte años, los intelectuales venezolanos se preguntaban que era "la identidad nacional", en este país de mientras tanto y por si acaso, cuyos monumentos históricos no pasan de la década de los albores del siglo XX, y la respuesta iba más allá de esta Venezuela bolivariana de Revista Tricolor, que intentan vendernos los neochavistas. Más allá del
Turpial y el
Araguaney, más allá del
Flamboyant y de la Semana Santa de los 7 templos.
Portugueses, italianos, españoles, eslavos, judíos y alemanes, fueron llegando a nuestras costas como sobrantes de una post-guerra de miseria y necesidades. Ahora hijos y nietos de esta marea aluvional, regresan a los países de donde vinieron los ancestros, para encontrar que valen lo mismo que un africano de patera o un colombiano sin papeles: o sea nada.
El venezolano de clase media que emigra buscando la esperanza en otros países, ve convertidos sus títulos e innumerables postgrados en sólo papel mojado y generalmente termina aceptando el primer trabajo de mesonero o empleado que le permita pagar el alquiler y sobrevivir al invierno.
Las mujeres venezolanas, acostumbradas a la paridad gerencial y a las conquistas logradas post era perezjimenista, se encuentran con un mundo de amas de casa que tienen veinte años de atraso con respecto a Venezuela, en la mayoría de los casos europeos, y sobre todo en la supuesta "España moderna", que tiene la mayor tasa de
violencia de género de Europa, que se escandaliza porque las Ministras del gobierno socialista posan para
Vogue y en las que las mujeres en vez de jugar un papel en la historia juegan un trapo, como bien reprocharía
Mafalda en uno de sus chistes más mordaces.
Y el Norte, el Norte sigue siendo una quimera a ritmo de merengue venezolano, que atrocidad!!. Un Norte de Migra persiguiendo petareños por la calle Ocho de Miami, de policías aduaneros que prácticamente te instalan un localizador satelital para encontrarte post vencimiento de la visa turística. En Estados Unidos nos llaman "los balseros del aire", en
Canadá nos niegan las visas antes de respirar siquiera y en los consulados
australianos (por sólo dar tres ejemplos) nos colocan un "warning" alrededor de la nacionalidad.
Ya no somos el país bienvenido del oro negro. Somos un país de exiliados forzosos, instalados en la añoranza de una Venezuela que no volverá y que nos dejó botados a las puertas de la historia, con nuestra rabia como única arma para derrotar a los mediocres que nos sellan el pasaporte a la salida.
Como decía
Charly García, el último que salga que apague la luz....porque los que regresen tendrán la terrible mirada de los que no creen en nada.
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